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Los costos de volver a cerrar
Por Martín Tetaz
A comienzos de la pandemia el científico Tomás Pueyo planteó un modelo de combate al coronavirus, que minimizaba el impacto en la economía, evitando el desborde del sistema de salud; se trataba de cuarentenas estrictas de corta duración (martillo) seguidas por períodos de apertura programada (danza), que tenían la particularidad de que se abrían primero aquellas actividades de alto impacto económico, pero bajo riesgo sanitario; por ejemplo: la minería a cielo abierto, la agricultura, la construcción al aire libre, el fútbol y otros espectáculos (sin público presencial, obviamente). Los negocios con menor volumen comercial, menor efecto multiplicador sobre la economía y mayor riesgo de contagio, serían los últimos; por ejemplo, los cines y muchas actividades en espacios cerrados, sin ventilación.
Si ese hubiera sido el criterio empleado y el gobierno hubiera compartido con la población el modelo epidemiológico a partir del cual tomaba sus decisiones, hoy las medidas restrictivas, que son un recurso escaso, cuya potencia se consume con el uso, estarían en el menú. Sin embargo, no parece haber apoyo político y social como para retornar a una cuarentena estricta, en primer lugar, porque no hay credibilidad respecto de su eventual duración y en segundo lugar porque la resistencia del tejido económico y psicosocial se agotó.
Pero hay un problema mas; incluso la posibilidad de volver a una fase 3, como la que rigió en el AMBA entre el 26 de abril y el 26 de junio, complica las finanzas públicas más allá de lo que el delicado equilibrio financiero permite. Basta ver lo que pasó durante esos dos meses de aislamiento con movilidad reducida al 50% para entender el impacto sobre la emisión y su ulterior efecto sobre la inflación y el dólar.
Mientras que en el ultimo bimestre, bajo condiciones de “nueva normalidad” los ingresos fiscales crecen al 51% por efecto del impuestazo (PAIS, Bienes personales, IVA, Retenciones) y el gasto primario se expande 44% en virtud del ajuste a las jubilaciones, los salarios públicos y las universidades, en el bimestre mayo-junio del año pasado, en plena fase 3, los ingresos fiscales corrían 31 puntos por detrás de la inflación y el gasto primario volaba un 83%, por efecto del IFE, los ATP y las transferencias a provincias. Es cierto que enero y febrero son estacionalmente buenos para las finanzas, porque se pagan salarios viejos con impuestos nuevos, pero el gobierno logró con su programa de ajuste transformar un déficit de 31.200 millones en un superávit de 5.300, mientras que en el bimestre que pasamos en fase 3 el resultado fiscal fue un déficit primario de 504.000 millones que hubo que emitir, inflando primero el dólar y después los precios.
Si el gobierno vuelve a esos niveles de emisión, tendrá que elegir entre subir las tasas para absorber el sobrante de pesos, frenando aún más la economía, o bancarse un salto del dólar y la inflación, que obviamente tratará de evitar con mas restricciones para comprar divisas y mas regulaciones de precios, lo que implica menos aumentos de tarifas y de precios máximos y cuidados.
Sumemos además el peligroso coctel de la incertidumbre cambiaria, porque lo que ocurrió en octubre del año pasado, cuando el dólar arañó los $200, no fue producto de un boom de emisión en septiembre, sino de un colapso en la demanda de dinero; 120.000 millones de pesos se fueron de los depósitos a plazo entre el 6 y el 15 de octubre. Con el giro a la ortodoxia de Guzmán, el gobierno logró estabilizar la demanda de pesos, pero si inyecta otro vagón de billetes de esa magnitud (500.000 millones) y suma incertidumbre sobre el regreso a la normalidad, no hay garantías de que no vuelva a producirse una corrida, máxime cuando hay elecciones en agosto y es sabido que a los argentinos prefieren pasar esos procesos dolarizados.